'EL DEDO EN LA LLAGA' (L a V, 12hs)

La cuarentena desnudó las carencias económicas y sociales profundas que atraviesa desde hace años buena parte de la Argentina

La cuarentena social obligatoria para evitar contagios de Covid-19 desnudó las carencias económicas y sociales profundas que atraviesa desde hace años buena parte de los casi 22.000 habitantes de las islas del delta bonaerense, que abarcan nueve municipios. Muchos isleños están sin trabajo, además de vivir en zonas sin energía eléctrica, agua potable, teléfono o acceso a internet. La mayoría lleva más de 100 días sin poder trabajar y no tiene respaldo económico propio, por lo que recibe ayuda alimentaria una vez por semana del gobierno provincial.

“Desde que comenzó la pandemia no podemos vender pescados ni tampoco madera, estamos desempleados”, afirma desde la costa del río Paraná de las Palmas Pedro Cejas, de 70 años. Vive en una precaria casa en el inmenso e inhóspito delta bonaerense, en la segunda sección del distrito de San Fernando. No tiene luz ni agua potable, dos veces por semana pasa por su muelle una lancha almacén, pero el dinero es un recurso escaso, como la señal telefónica, y esas provisiones se vuelven inaccesibles. “Nosotros estamos bien, no tenemos miedo”, afirma con referencia a la pandemia. Un problema mayor enfrenta a su familia: la madera que tala se amontona, al igual que el espinel, cargado de patíes, bagres de mar y dorados. “Necesitamos vender para poder vivir”, confiesa.

El delta bonaerense tiene una superficie de 3130 kilómetros cuadrados; dividido en 9 municipios –Tigre, San Fernando, Escobar, Campana, Zárate, Baradero, San Pedro, Ramallo y San Nicolás–. Viven alrededor de 22.000 personas. De las cuales entre 10.000 y 12.000 están en Tigre y unas 4000 en San Fernando, el primero con 220 kilómetros cuadrados y el segundo con 950 concentran la mayor población, y la más afectada desde el inicio de la pandemia: el turismo, la madera y la pesca son las tres fuentes de ingreso más importantes. Ninguna está permitida por las medidas de prevención para evitar contagios de Covid-19.

“El 90% de las familias que viven en la isla están desempleadas”, confiesa Jhonny Rojas, de 63 años. Nacido en Bolivia, hace 33 que es isleño. Vive en la primera sección del delta de Tigre (junto con la segunda y tercera de San Fernando son las que más ayuda necesitan). Aquí 20 familias viven a orillas del arroyo San Carlos. La poda de pasto, trabajos de albañilería, carpintería y mantenimiento de las casas de fin de semana, todas habitadas por turistas o residentes ocasionales, son sus fuentes de trabajo, pero ni el uno ni el otro están. “Me paso el día cortando leña, oyendo radio, pero no tengo mucho que hacer”, afirma. Es un ejemplo de cómo la pandemia modificó la realidad de estos isleños.

“Sabemos que no les solucionamos la vida, pero debemos contenerlos ciento por ciento”, afirma Eugenio Ligessmeger (38 años), director de islas de la provincia de Buenos Aires, que depende del Ministerio de Gobierno. Cada 10 o 15 días se sube a una lancha para relevar las familias isleñas y llevarles alimentos y artículos de limpieza. “Hay muchos vecinos nuevos, que escapan de la gran ciudad, y los históricos, a todos hay que ayudarlos”, afirma. El recorrido lo hace cruzando ríos, canales y arroyos olvidados en un mapa habitado por solitarios.

“La gente de la ciudad piensa que somos salvajes, pero es al revés, acá tenemos libertad”, afirma Cejas al recibir los bolsones. Un elemento concentra su atención: los sobres potabilizadores de agua. “Gracias por acordarse de nosotros”, dice.

El agua que beben los isleños la recogen directamente del río. Un caño y una bomba la extraen. En todos los muelles se ven. Algunos tienen filtros, otros usan sulfato de aluminio y sulfato de amonio, “alumbre”, como se conoce. Es un polvo que decanta el barro y las impurezas del agua, pero necesitan alrededor de 5 horas para beberla. Con los polvos que le llevan, en apenas 20 minutos está potable. La electricidad la obtienen de generadores o viejos motores a dínamos. Las heladeras son a gas. Unas pantallas solares que llegan del Ministerio de Desarrollo Social posibilitan que carguen sus celulares.

“El isleño de Tigre es más de ciudad, su lógica es de un servicio más instantáneo”, afirma Ligessmeger para tipificar los diferentes perfiles del habitante de esta compleja región. “Los de San Fernando son isleños históricos, con la lógica de un pueblo rural”, sostiene.

Desde el puerto de Tigre hasta la tercera sección del delta de San Fernando la lancha de la Dirección de islas necesita dos horas. Una lancha comunitaria (más lenta), cuatro. Las distancias son muy largas. En el punto más extremo, Carmelo (Uruguay) está a apenas 20 minutos de navegación.

El delta bonaerense a mitad del siglo XX llegó a tener 50.000 habitantes. Producción de frutas (el Mercado de Frutos era el punto de venta), aserraderos, bodegas y hasta había un Banco del Delta. “La gente elegía venir a vivir a las islas, y no necesitaba migrar”, explica Ligessmeger.

El río Paraná de las Palmas es la primera frontera. Ancho, balizado. Por aquí navegan los barcos de gran porte, también las pequeñas lanchas de los isleños. Hasta aquí llega la señal telefónica. El combustible es un problema. Por la pandemia, conseguirlo es difícil. Muchas estaciones de servicio fluviales, están cerradas. Pocos isleños quieren ir a Tigre o San Fernando, y muchos no tienen el permiso de circular, casi todos no tienen recursos para buscarlo. Algunos usan el remo, para economizar.

El recorrido por estas secciones lleva entre 8 y 9 horas de navegación.

Son 45 kilómetros en línea recta, pero la realidad es otra: para llegar al delta profundo la lancha de la Dirección de islas sale y entra por un complejo laberinto de arroyos, muchos bloqueados por troncos caídos.

“El destronque es una de las tareas que hacemos”, afirma Ligessmeger. Son las únicas vías de comunicación para los isleños. Un arroyo cerrado los aislaría completamente. “Nos vamos encontrando gente en el camino que no sabíamos que estaba”, sostiene Diego Simonetta, director de Gestión integral de islas del Delta e isla Martín García. “Les dejamos nuestros teléfonos”, afirma. En la próxima recorrida, los asisten. “Si necesitan algo, nos lo dicen, y se lo traemos”, completa. El trabajo se hace en el territorio; el escritorio, queda lejos.

“Desde que comenzó la cuarentena pocos podemos salir a trabajar al continente”, confiesa Sara Ordóñez, colombiana de 38 años. Hace un año vive en una casa en el río Sarmiento. Las realidades se vuelven más complejas con la distancia. “No salimos desde el 20 de marzo y no pensamos volver al pueblo (por Tigre)”, confiesa Estela Zuvrik (45 años), vive con su esposo, Víctor Hugo Valdés (70), y el pequeño Leonel (8). Una línea atada entre dos árboles sostiene alrededor de 30 pescados. Son del día. “No los podemos vender”, asegura Estela. El Mercado de Frutos y los restaurantes eran sus principales clientes: ambos están cerrados.

“Tengo cáncer”, dice al pasar Víctor Hugo, debía operarse en marzo. “Pero con esta enfermedad (el Covid-19) todo se retrasó”, afirma. Su preocupación mayor es el precio de las redes para la pesca: “Salen 80 dólares, sin trabajo es imposible comprarlas”, afirma. La resignación es un hecho común para el isleño.

“Nosotros nos juntamos los fines de semana a comer”, cuenta

Florencia Valdés. Perdido, el arroyo Naranjito es la morada de alrededor de diez familias; son todos parientes. Para el ojo foráneo es inaccesible. Limones paraguayos, mandarinos, naranjos, manzanos, los frutales crecen silvestres. Una familia hierve cabezas de pescado para darles a los perros. Una radio –medio con el que se informan– se oye a lo lejos. “No tenemos por qué salir, pero sentimos la falta de trabajo”, explica Valdés.

En cada muelle, una historia, una familia. Aprovechando la pandemia y la falta de dinero para trasladarse hasta Tigre, Paula Tarragona vio la oportunidad, montó un pequeño kiosco en su casa. “Son cosas básicas, y a buen precio, para nosotros”, señala.

El río Paraná Guazú es el límite con la provincia de Entre Ríos. Es una frontera solo política, mitad del río es de Buenos Aires, el resto, del distrito vecino. La orilla norte es entrerriana. La Dirección de islas asiste a los habitantes de esta costa. “La madera no se vende, y tampoco cestos de mimbre”, aclara Flavia Gómez, artesana, quien los hace. Agradece la ayuda bonaerense. Reclama internet, pero sabe que depende de Entre Ríos. “Podría tener una página en instagram”, sueña. “A nosotros los límites políticos nos complican la vida”, confiesa. Sus hijas van a escuelas de Buenos Aires. “Esto es la provincia de San Fernando, estamos en Entre Ríos”, dará la bienvenida unos kilómetros río arriba Mariano Manke, quien está cuidando una casa.

Los territorios se confunden; las carencias son las mismas: la cuarentena por el Covid-19 es vista como “una enfermedad” aunque por aquí se la relaciona con la falta de trabajo, que ha desnudado históricos reclamos: luz eléctrica, mejor servicio de lanchas comunitarias, agua potable, señal telefónica e internet. “El principal desafío es lograr que la gente o las futuras generaciones que vayan creciendo no necesiten migrar del delta hacia el continente para tener un trabajo”, reflexiona Ligessmeger.

Los territorios se confunden; las carencias son las mismas